Trenzar las venas con la corteza:
Angélica Hoyos Guzmán y su permanecer en la tierra
Andrea Juliana Enciso
Hay escrituras para irse y otras para regresar. Las primeras prometen paisajes de calendario, androides que sueñan con ovejas eléctricas, estaciones del metro en ciudades donde acontece ese mundo con luz blanca artificial de las películas de Hollywood. Las segundas, omiten el más allá abstracto del lenguaje y se nos meten hondo por el ombligo, cruzan los intestinos, el útero y la vagina hasta anudarnos a la tierra húmeda donde crecen los balbuceos. Las palabras y los silencios que sujetan este tipo de escritura nos hacen regresar al llamado telúrico del tambor, al recuerdo de nuestro parentesco con el matarratón y el guayacán, al salivar de nuestra lengua que ata el mar con las estrellas. Con Este permanecer en la tierra (2020), Angélica Hoyos Guzmán se inserta en esa constelación de escritores que solemos leer para amarrarnos a la existencia corporal.
“Hilar, trenzar, enlazar y coser” las palabras es una tarea para chamanas y sagas, tal como lo afirma Rómulo Bustos en el “Prólogo” del libro (p. 11). En Hoyos, cada poema es tejido con la paciencia de las arañas, es una acción táctil que se enreda con las callosidades del lector. Su potencia consiste en devolverle a la palabra su condición de tejedora de los retazos del mundo. Al hacerlo nos enlaza al roble, al poeta muerto y al fondo del mar con los cuales compartimos el primer secreto y la vida. El mundo en su poesía es una gran manta donde todos somos un hilo anudado a la materia.
Al tejer como las chamanas y las brujas, su propuesta es subversiva en tiempos de aislamiento y Antropoceno. Antimoderna, feminista, igualitaria, anticolonial y comunitaria en el sentido cósmico, Hoyos nos inserta en la rugosidad del vivir. En este tejido de tres partes (“El dulce tronar del agua”, “La simetría natural” y “Exilio para los raros”) los parentescos de la voz poética y sus objetos de escritura se interconectan en la red creada por la palabra.
En este libro, “La Poesía” es una madre —pensando en esa entidad autónoma postulada por el poeta argentino Juan L. Ortíz y los románticos ingleses como Wordsworth y Coleridge— y, en otras ocasiones, una amante lanzada al mundo para relacionarse con los almendros, los guayacanes, los muertos y los artistas admirados. En consonancia con el repertorio de la tradición panamericana de los escritores de la intemperie como Pablo Neruda, Walt Whitman, Blanca Varela, Cesar Vallejo y Olga Orozco, la voz poética de Hoyos gira en torno a un ideal cosmocentrista que vuelca las palabras hacia el evento del afuera. El “corazón del mundo” (p. 24) al que se refiere Este permanecer en la tierra no es trascendental, como sucede en la tradición racionalista occidental. Al contrario, es perecedero como todo lo compuesto por lana, piel, pelo, sangre, fuego, tierra y océano. Su llamado es hacia la belleza inapelable e impermanente de lo orgánico; hacia el bello horror de lo inevitable, como aquello que no puede ser predecido y evitado por la razón. Siguiendo la tradición especulativa de Marco Aurelio y Paul Quinard, esta colección de poemas piensa y recuerda al mundo desde su nombrar.
Para esta entrega, hemos elegido cinco poemas del libro coeditado por la Editorial Abisinia, Escarabajo Editorial y New York Press; el poemario fue lanzado en agosto del año anterior a través de la plataforma digital RITA, en Facebook Live.
Andrea Juliana Enciso

Portada del libro Este permanecer en la tierra (2020), y retrato de la autora, Angélica Hoyos Guzmán.
COSTURAS
A María Villamizar y Alina Díaz
Tengo las manos viejas
llenas de letras y llagas
que estallan de agua.
Un ardor se expande entre los dedos.
Lo supe desde niña,
tengo estos versos poblados de torpeza.
Heredé de mis abuelas
las ganas de coser muñecas,
la flor de la artritis
rodeando la sábana de algodón,
su forma de ver las estrellas
y hacer del cielo un manto
para los recuerdos.
Aquellos hilos como una caligrafía
para reparar el mundo,
un conjunto amarillo
para que la niña
olvide de vez en tanto
su orfandad salvaje,
el dolor al nacer antes de tiempo.
Tengo las manos viejas,
duele el tejido a ras de palabra.
Del mismo frío
la piel se cubre dos veces.
LA HERIDA
¿Qué puedo hacer con esta raíz flotante
en el humo de las casas donde nací?
Me he encontrado con mujeres
que vienen desde los guayacanes.
En silencio veo lo que me ofrecen,
cómo sobreviven a las jaurías.
La tristeza me abraza y no me suelta.
Necesito ser arroyo abundante
para el jardín que cultivo.
He sido yo quien ha abierto la costra y sangra,
quien pone amor en las suturas,
quien habita la cicatriz cada que renace.
Estoy agotada y quiero desbordarme en vida.
No pido disculpas, cargué demasiadas piedras.
Agua clara que alimenta al sediento,
seguiré rumbo al río desde la entraña.
Bajo el sol como verdugo endemoniado,
entrego al mar el pagamento:
mi sangre corre y pido pertenecer.
FRENTE A LA LUZ
Ella es una niña de tres años,
—se sienta en las piernas de los tíos—
una boca besa su sexo.
Ella es una joven ebria
con tres novios en la misma sala
que no ha muerto en el intento.
Ella es una soledad en llamas
frente a la hoguera de objetos rotos
en manos de sus maridos celosos.
Mi sombra es la suma
de tres heridas en el cuerpo:
Niñas que crecieron con la rabia adentro
como gatos con ojos relucientes;
muchachas en bicicleta
que desearon ser atropelladas;
mujeres que limpiaron los golpes
y la vergüenza con el silencio que las acusa.
Hay mujeres que somos tres sombras, tres heridas.
CAMALEONES
Me sumerjo en el muro
y la ruina hiende mi piel,
estoy teñida de este sabor a cal.
Ni siquiera me cubre
un pergamino de cayenas,
un papel de colgadura
de aviones y primates.
Nada más este muro y yo,
la pintura rasgada que sangra,
el ladrillo que se asoma.
Me derrumbo escondida
entre escarchas.
Los ácaros me viven de noche,
se aman y se reproducen.
Lo miro, lo señalo, y sé que existo;
dejo aquí este autorretrato de nadie.
MÍSTICA NATURAL
No es un simple juego de la mirada, es más que una abstracción matemática newtoniana. Ella siente que en esa caída hay una canción natural a través del aire. Un sonido contagioso que desprende nuevas hojas y luego las compara con quienes han partido. La hoja, después de mucho resistir, se suelta. Con el tiempo, el pueblo olvida que ese hombre tenía pulso, risa y bebía el aire de las garzas. La hoja, según el ritmo del viento, danza, canta, da la vuelta. El envés rugoso la acerca a su trayectoria final. Sí, ahora la hoja está a sus pies, hace parte del paisaje del árbol. La hoja es el recuerdo de los nuestros que bailan al son de la vida. Si el dorso de ese guayacán hablara, sus ramas nos darían los nombres. Los agujeros en la corteza contarían una noche innombrable cuando todos huimos, menos los árboles que gritaron hacia adentro.
Los guayacanes son nuestros muertos, buscan palabras mientras caen las flores.