

A finales de noviembre de 2020, en el marco del XIV Festival Itinerante de Poesía Latinoamericana (LATINALE), seis escritoras y escritores del Caribe fueron convocados por Aluvión en un recital de poesía que tendría como protagonistas a las mirlas, las iguanas, los caporos, los caimanes, los viejos caballos cansados, los vendedores de plátano y aguacate, los carretilleros, los árboles de níspero y las arropillas. Toda la diversidad de nuestras calles y barrios populares se dio cita en las voces de las y los autores invitados a Canal Caribe.
Hemos decidido celebrar aquella juntanza con la publicación de los textos que fueron leídos durante el evento. La antología poética “Canal Caribe” ha sido dividida en dos entregas: la primera recoge las voces de Luis Mallarino (Cartagena, 1986), Johanna Barraza Tafur (Barranquilla, 1995) y Carlos Polo (Barranquilla, 1973); la segunda reúne a Juliana Enciso Mancilla (Bogotá, 1979), John Templanza Better (Barranquilla, 1978) y Eliana Díaz Muñoz (Barranquilla, 1987). A continuación, les presento la primera entrega de la antología.
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En un encuentro de escritoras colombianas que tuvo lugar en 2010, Helena Araújo le planteó a sus colegas las siguientes preguntas:
¿Para qué público escribo? ¿Para qué público escribimos?
Pienso que poetas como Luis Mallarino, Johanna Barraza Tafur y Carlos Polo suelen hacerse con frecuencia los mismos interrogantes. Los versos de estos tres autores se levantan en contra de la orfandad, las injusticias y la marginalización a la que se han visto sumidos durante décadas la mayoría de los habitantes del Caribe rural y popular. Sus voces denuncian las masacres y los asesinatos que, una y otra vez, se roban la vida de líderes sociales como Temístocles Machado y María del Pilar Hurtado. También cuestionan, como hace Luis Mallarino en “Casos de la vida real” y Carlos Polo en “El círculo”, las estructuras económicas que repetidamente apartan a los sujetos empobrecidos de los oficios artísticos e “intelectuales”.
La propensión por lo narrado, el habla coloquial y la contundencia son, a su vez, aspectos comunes en la obra de estos tres autores caribeños. En varias ocasiones, Johanna Barraza Tafur ha afirmado que su poemario Sembré nísperos en la tumba de mi padre (Llantén, 2019) puede entenderse como la voz de un barrio: como un acto de habla colectivo, como una suerte de justicia alternativa. De la misma manera, durante la presentación de Caja de música (El Ángel Editor, 2020) Mallarino le confesó a su colega dominicano Frank Báez que la claridad en el lenguaje era una de sus principales preocupaciones a la hora de escribir: “quiero que mis textos puedan ser leídos por la mayor cantidad posible de personas, independientemente de su nivel socioeconómico o educativo”, afirmó.
Ahora, si bien Mallarino, Barraza y Polo son tajantes y descarnados a la hora de presentar la violencia y la desigualdad, en sus obras también habita la ternura, la fantasía y el asombro. Piezas como “Un poco de sombra y un beso”, o “La bola de trapo”, exaltan la belleza que acontece en las callejuelas del sur. La complicidad y la solidaridad que a veces se construye entre vecinos también son motivo de celebración en estos versos. La exploración de la infancia como paraíso perdido, al igual que el acto de maravillarse frente a la flora y la fauna local, son otros de los rasgos que comparten los poemas de estas tres voces.
Volviendo a los interrogantes que cité al inicio de esta breve presentación, confieso que en varias ocasiones me he imaginado a Mallarino, Barraza y Polo respondiendo con Helena Araújo al unísono:
Escribimos para el público que soporta nuestra rebeldía.
Que disfruten estos versos llenos de luz y resistencia.
Tawny Moreno Baloco
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Nota: La curaduría de Canal Caribe estuvo a cargo de Tawny Moreno Baloco y Farides Lugo Zuleta. Durante el evento, las curadoras presentaron a las autoras y autores a través de una suerte de “perfiles poéticos” que ellas mismas escribieron. Cada uno de los perfiles buscaba conversar con la obra del poeta en cuestión. En lo que respecta a esta primera entrega de la antología, cabe mencionar que los perfiles de Luis Mallarino y Johanna Barraza Tafur fueron escritos por Tawny Moreno; el perfil de Carlos Polo, por su parte, es obra de Farides Lugo. Por otro lado, vale la pena señalar que durante el recital las curadoras le plantearon una pregunta a cada uno de los autores y autoras invitadas. Tanto los perfiles como las preguntas y respuestas han sido transcritos para esta entrega.
Canal Caribe fue a su vez un encuentro de conversación entre diversas disciplinas artísticas. Durante la lectura de los poemas, las obras plásticas y visuales de seis artistas latinoamericanos aparecieron en pantalla, dialogando con los textos literarios. Estas obras fueron producidas especialmente para el evento. Will Zambrano (Barranquilla), Karem Fábregas (Barranquilla) y Amaranta Caballero Prado (Guanajuato) fueron, respectivamente, los artistas que dialogaron con Mallarino, Barraza y Polo a través de sus trazos.
En nuestro canal de YouTube se encuentra publicada la grabación completa del evento. Pueden acceder a ella a través del siguiente enlace: https://youtu.be/ZJXJ0EobXLo
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Luis Mallarino
Caja de música. El Ángel Editor (Ecuador), 2020.
Los saltos de un niño. Constelaciones en la piel. Espuma de mar sobre los hombros. Cuerpos en los que son las ocho de la noche. Zapatos rotos. Niños inocentes. Bancas azules en parques entristecidos. Restos de piedra lunar. Una guerra de mil días en su mirada. Gritos callejeros. Gritos que, por razones inexplicables, nos pertenecen. Nombres de un desconocido. Adicción al púrpura. Inmensos eucaliptos sobre más eucaliptos sobre más eucaliptos sobre más eucaliptos. Gatos que sueñan con versos. Confusión. Roces de constelaciones enemigas. Soy un caníbal: devoro cuerpos deshojados, cuerpos estriados, cuerpos llenos de alquitrán, cuerpos de capítulos frondosos, cuerpos llenos de comején. Árboles encantados, frutos caídos, ramas estremecidas.
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En las manos de los niños felices
Debo hacer una confesión terrible:
hay una moneda en el suelo
y no tengo ganas de recogerla.
Nunca me había pasado esto,
no puedo entenderlo.
Recuerdo que de niño
mamá me envió a comprar una panela,
y yo fui saltando
—porque la gente feliz salta, no camina—,
y pasó lo que siempre pasa con las monedas
en las manos de los niños felices.
Nadie conoce el tamaño de su pobreza
hasta el día en que pierde una moneda
y ve la reacción de su madre.
¿De qué tamaño será ahora mi riqueza, que
tengo una moneda a mis pies y no la tomo?
¿De qué tamaño será ahora mi tristeza, que
no puedo recordar mi último salto?
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Casos de la vida real
El mejor músico de mi generación
consiguió empleo en un call-center
—turno de noche—.
De sus diademas brota
el ruido de las hachas medievales,
la canción imaginaria de los australopitecos,
la tos de los enfermos de América Latina,
el último discurso de Salvador Allende
y un verso inexplicable de León de Greiff.
Del otro lado de la línea
un gringo furibundo se rasga las vestiduras
—discuten en La mayor
soledad—.
El más cercano a Cristo de mi generación
trabaja clandestino matando caimanes;
las pieles son enviadas a Tailandia por barco
y también por barco llegan los salarios,
por eso tardan tanto, dicen los jefes.
El mejor poeta de mi generación
fue internado en un hospital psiquiátrico.
Enfermeras armadas con jeringas y ungüentos
lo atormentan.
Cada vez que tiene un verso entre labios
lo hacen tragar su medicina
y el verso.
El mejor matemático, flaco y desgarbado,
—el número pi está errado, me dijo un día—
se hizo instructor de gimnasio
no se sabe cómo.
El mejor narrador que conocí
dicta clases de ética en Tubará,
sin ética alguna,
con una profunda debilidad
hacia las niñas que se escarban
los muslos bajo la falda.
El mejor preparador de jugos de naranja,
catorce años después,
sigue preparando jugos de naranja
en una choza fúnebre.
El sueño de convertirse en multinacional
quedó en el saco de las frutas podridas.
La mejor humorista que conocí
murió en la absoluta miseria
(el cuerpo lleno de catástrofes,
la dentadura triste,
el rostro hecho de pánico y soledad).
La muerte sonrió.
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Un poco de sombra y un beso
Ayer descubrí que mi vecino
es vendedor de aguacates.
Lo vi salir al amanecer
con su disfraz de árbol encantado
y no pude ocultar el asombro:
la palangana enorme
sobre la cabeza florecida,
el tronco firme,
las sandalias vueltas raíces.
Nunca antes había visto
a un vendedor de aguacates
salir de una casa
—de su propia casa—.
He vivido,
no sé cuántos meses, a su lado.
De tanto verlos calle arriba
creí que vivían, plantación adentro,
junto al árbol que los vio nacer,
y que dormían entre los frutos caídos
como otro fruto caído.
Ahora sé que están entre nosotros
ocultos, como agentes secretos
de un estado fallido.
Antes de partir
deja caer sobre su pequeña
un poco de sombra y un beso;
ella agita su mano hasta que él
es solo un ramaje difuso
al borde del camino.
Una corriente de aire
lo estremece a lo lejos,
lo tambalea, y
yo me pregunto,
cuántos aguacates habrá que vender
para tener derecho al paraíso.
En ese momento
ella me descubre y sonríe
—le calculo un año y medio o dos
sobre el mundo—.
Su padre se ha ido,
y ella ríe.
Quizá piensa en lo ridículo que me veo
sin palangana y sin raíces.
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Hace dos semanas que espío a mi vecina
“Los gansos salvajes vuelan a través del cielo arriba,
su imagen se refleja en el agua helada abajo.
Los gansos no intentan emitir su imagen sobre el agua,
ni el agua intenta retener la imagen de los gansos”.
Anónimo.
Dinastía Tan’g.
Hace dos semanas que espío a mi vecina;
es alta, clara y silenciosa.
Su casa es una réplica inversa de mi casa,
nos separa una calle angosta, y
sin embargo,
me parece mirar un acantilado
desde otro acantilado.
—La niebla distorsiona incluso
el gesto simple de rascarse un muslo—.
Tiene cabello negro largo
y ojos negros, pero es de día
en su pelo y en sus ojos:
¡nadie la compare con la noche!
Imaginen más bien que en su mirada
hay una rebelión de esclavos
que cantan su camino
hacia el palenque.
La veo salir a la calle a veces
y la que sale
no se parece en nada
a la que habita detrás de los cristales
(pobres los hombres del mundo
que solo pueden ver a una de las dos).
La veo tan distante
y me es preciso recordar que,
en medio de los juegos de la infancia,
conocí el perfume
de casi todas mis vecinas,
conocí también sus escondites
y la forma exacta de sus dientes.
Ahora, mi nueva vecina
no sabe que existo
(qué terrible es ser adulto).
No conozco su nombre ni su voz,
no sabré si coinciden
las puntas de sus colmillos.
Solo sé que su silueta
se va a desvanecer un día,
para siempre, tras la niebla azul.
Dejo constancia de que
intenté en vano, retenerla.
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Breve manual de lectura
Ya no leo libros, leo gente,
como un mismísimo caníbal.
No pierdo el tiempo en índices interminables,
ni en prólogos estrafalarios.
Leo con los dientes afilados
y si puedo morder,
muerdo.
No me obnubilan cubiertas pomposas
ni contraportadas rimbombantes.
Me gustan los cuerpos deshojados,
descuadernados,
llenos de estrías y comején,
sucios de café con leche y alquitrán,
ricos en hongos, caries, y marcas de antiguos dueños
(no reparo en esas pequeñeces).
Que nadie venga con pasajes de Borges.
A mí me concierne el vendedor de plátano
y su dentadura de bronce (sus pesadillas de bronce).
El niño que recoge latas de cerveza y las convierte en pájaros,
la anciana que se asoma al balcón por las tardes y florece,
la trigueña de caderas anchas
que toma el autobús al sur después de once.
Esa trigueña de capítulos frondosos
y párrafos de almendra y nueces,
—traducida a todos los idiomas—,
rubia en otoño,
india y negra en invierno,
zamba en primavera.
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Tawny Moreno Baloco: Luis, ¿de qué forma crees que este voraz canibalismo tuyo (o este canibalismo al que nos invita tu poesía) puede restituir algo de esos saltos de la infancia?
Luis Mallarino: El tema de la infancia me ha dado vueltas desde que empecé a escribir. Sin proponérmelo, ha sido un tema recurrente tanto en mis cuentos como en mis poemas. Recuerdo ahora una frase que me gusta mucho y que, creo, es de Rilke: “la única patria feliz sin territorio es la conformada por los niños”. Yo tuve una infancia feliz y creo que mi obra literaria busca recuperarla un poco, traerla a la memoria y evitar que se pierda o que desaparezca. En eso he estado durante algunos años: tratando de darle memoria a mi infancia. De hecho, el libro en el que estoy trabajando ahora es la continuación de uno de los poemas que acaban de escuchar: se trata de un poemario en el que hay un texto para cada uno de mis vecinos de infancia. Siempre estaré dando vueltas sobre ese tema porque el recuerdo de mi infancia feliz me gusta muchísimo. No sé si eso responde la pregunta.
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Johanna Barraza Tafur
Sembré nísperos en la tumba de mi padre. Llantén (Argentina), 2019.
Se nace demasiado blanco. Dedos que dejan huellas sobre la piel. Se nace como el golero. Genitales infantiles. Aprendemos a ser cautelosas. Nos sentamos en sus piernas. Jugamos con clavículas. Cabellos perfectos. Alcohol, vómito, sangre. ¿Sangre? No, sangre no. El que sangra pierde. Se aprende a pelear. Se entrenan pájaros: más de cincuenta pájaros. Pájaros locos, canarios, mirlos, sinsontes. Canarios bastos, canarios pintos, canarios finos. Todas las hembras a disposición. Con la próxima seré menos flexible. Huevos de iguana en mi vientre. Acuno pequeños seres, seres moribundos. Disparos en la esquina. Un árbol de níspero. Bálsamo de una mirada. Acuno un cuerpo, acuno seres moribundos. Procesiones masivas. Hay un cuerpo en la sala de mi casa. Piel áspera, piel de lagarto. Un caporo. Un caporo… eso era mi padre. El que sangra pierde. Herida profunda. Sangre y espuma. Un desperdicio. Lenguas y piel. Sangre, fluye, sangre. Una vez yo fluí de tu sexo, padre. Buenos Aires. Greñas y harapos. Te abro para escribir. Escribo para cerrar. Tránsito de la expatriada. Lento tránsito en la ciudad que amo. Una vez más, un árbol de níspero. Cuando muera tírenme al mar.
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Mi padre regalaba los canarios con mañas
mientras que a los mejores
los llevaba a competir
a la Iglesia de la Santa Cruz.
Nunca presencié una
competencia de trino,
No es un lugar para niñas,
pero me la relataba:
la inscripción se paga
pasando por la mesa
del supervisor de pájaros,
quien le asignará un número.
Compiten más de cien.
Cuando están listos son agrupados,
uno reta al otro
y empieza la batalla de plumas,
los canarios cantan desde sus jaulas
como si fuera su último día.
Hay cuatro jurados por ronda
encargados de contar los trinos,
por cada tres seguidos,
algo así como tri-tri-tri,
marcan un punto a favor
con un collar de bolitas de colores,
gana el que más acumule
al final de una batalla de tres minutos.
Alrededor corren las apuestas,
aficionados alientan a las criaturas
y los dueños presionan al jurado.
El negocio, esto lo repetía fervorosamente,
no está en la competencia
sino en los pajareros que asisten
dispuestos a pagar lo que sea
por los mejores del día.
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Nunca me levanto
con el cantar de los gallos,
excepto los domingos.
Mamá me llama a su habitación,
en las cárceles nadie revisa a los niños,
dice mientras me encinta al cuerpo
dinero y otras cosas
que no logro distinguir.
En el ingreso sudo del miedo,
los perros me lo huelen
pero no lo que oculto.
Paso las dos rejas sin problemas,
busco la celda de mi tío,
lo veo, nos abrazamos,
me pide lo que tengo
pegado al cuerpo
y cuando se lo doy
me ordena ir a jugar al patio
donde cuento a los pájaros
enjaulados en el techo.
Los viernes hay competencias de trino,
cada preso tiene uno.
Quizá algún día
esos pájaros recobren su libertad
igual que yo,
ahora que estoy más liviana.
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Después de meses
de estar haciendo el servicio militar
en el monte,
mis tíos y mi padre
traían historias
que no me interesaban
e iguanas.
Les gustaba comer a los machos
por ser más grandes,
a mí a las hembras
por tener huevos.
Pasábamos toda la tarde
quitándoles la piel.
Cuando la primera estuvo lista
me subí a un banco
para ver cómo se retorcía
en el agua hirviente.
Nos miramos con fijeza
y sentí su agonía,
¡está viva!
pero ellos afirmaban que no.
Soy una asesina, pensé,
ahora sus crías están en mi vientre,
las acuno como si fuera su madre.
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En el barrio suenan disparos,
me apresuro a cerrar la puerta
pero un conocido la empuja
y lo dejo entrar.
Les disparan
a los que juegan cartas
en la esquina, dice.
Corro hacia el lugar
pero un vecino me detiene,
me abraza contra una reja,
pide que no me mueva
e intenta que no mire al sicario.
Decido mirarlo
mientras me apunta con el arma,
mi miedo no representa un peligro.
Las sillas y las mesas están agujereadas,
yo busco una billetera,
una camisa o una chancleta,
algo a lo que aferrarme.
Junto al árbol de níspero
veo el cuerpo de mi padre,
lo volteo para acunarlo
en mis brazos,
abre sus ojos
y su mirada penetra en mí
como bálsamo sobre una herida.
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¿Cuál es el manjar que te estás comiendo ahora,
sopa de mondongo, panza guisada,
icotea, sopa de ojos de vaca,
chinchurria frita, culebra a las brazas
o huevos de toro?
¿Te niegan el trago
o el diablo es igual de borrachín que tú?
Viste, padre, que no importaba
si cocías el vientre de la iguana
y le echabas cenizas,
igual no moriría dignamente
como todo animal a tu alrededor.
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Tawny Moreno Baloco: Johanna, ¿cómo des-adiestramos a las mirlas? ¿Cómo aprendemos a estar cada vez más livianas?
Johanna Barraza Tafur: En mi caso y en mi casa, con lectura y con poesía. Creo que con poesía se pueden lograr muchas cosas. Y si vamos a des-adiestrarlas y a invitarlas a volar y a que sean libres, creo que la lectura es lo que más funciona. Con poesía, sí… y, retomando lo que dijo mi colega John Better, no callando ni permitiendo que nos callen.
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Carlos Polo
Cantos azules y otras estaciones peligrosas. Ediciones Exilio, 2019.
Barranquilla. 1973. Estampa de boxeador. Rock, palabra, lecturas vitales. Carnaval de las artes, FILSAI. Cuento, novela, poesía, compromiso, apertura, abrazo fuerte, periodismo. En la noche todos los gatos son pardos. Un detective perdido en una ciudad de asesinos. What a wonderful world. Bolita uñita, bola de trapo. Urbano, botas, niños jugando a las armas. Sangre. Feminicidio. Gasolinera desierta. Profundo sur. Puta. Jack Daniel’s. Azul. Canícula. Viejo caballo cansado. Cometa. Polvo que se mezcla entre los muertos. Resistencia. El barrio. Revólver. Distopía. Canto. Peligro. Gestor, conversador, lector. Amigos y cervezas. Peche. Escritura abierta.
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Lamento del sur
Vengo del sur, del más profundo; he dejado atrás los hoteles baratos,
los cuartuchos, menguando en la madrugada las gasolineras
desiertas, las trajinadas putas. Vengo cargando este dolor azul, las
heridas abiertas, algunas decepciones y esta vieja Gibson de aire que
solea un llanto asincopado y lento. En la garganta un baile del Jack
Daniel’s ausente, y en el corazón, una infelicidad añeja…
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Blues de la infancia
¡Cambio, compro, hierro, chatarra, metal…!
Toc, toc, toc, toc, toc…
La herradura sacándole música al pavimento,
el viejo y fatigado caballo interpretando su fina
percusión interminable.
Toc, toc, toc, toc, toc…
Acompañando el doloroso pregón
de caña y aguardiente.
¡Cambio, compro hierro, chatarra, metal…!
La misma canción de mediodía
cabalgando en la canícula.
La campanita juguetona que remata la tonada
como un sortilegio milenario.
Salimos en desbandada, atropellándonos,
rebuscando en los rincones del olvido,
en cada recodo de la casa, en el patio
o en el cuarto de cachivaches.
Mientras el toc, toc, toc, toc, toc… se aleja,
el pregón se debilita en la distancia
y la campanita anuncia la inminente partida,
rebuscamos entre la disimulada pobreza
oxidados tesoros del desuso.
Música de mediodía que se marcha
con su dulce tonada de risas, vejigas y
raspao de sabores y colores tropicales.
¡Cambio, compro, hierro, chatarra, metal…!
Pregón del ayer que se va para no volver nunca,
llevándose entre sus notas de blues marchito
un pedazo de alegría
y montada en el viejo caballo cansado
se despide a lo lejos la niñez.
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La bola de trapo
Sin importar el inclemente sol o la hora del almuerzo,
ponerse sungo o como un ‘pebo’, como dice Lucha.
Sin que nada más importe,
solo el esquivo gol que no llega.
Las apuestas, los mirones, los sapos, los chistes flojos.
Dejar el alma en cada cañonazo, hacer magia
con los pies y la bolita rodando…
El pase preciso, el sudor, la queja,
los reclamos, la querella.
La descarada trampa, el ofusque, ¡pásala!, ¡pásala!
Las uñas que se dejan en la calle destapada
y que siga rodando la bolita.
La gambeta, el túnel, la bicicleta,
el taquito. ¡Ole, vaca!
El adorno, inflar la malla artesanal
con un golpe de corazón.
La tristeza de los que miran desde la banca
por paquetes o simple rosca.
El gordo vaca terrorista de la cancha
que nunca falta, el crack de la barriada que no llegó,
pues le interesaron más las motos y el dinero fácil.
La bolita deshilachándose en cada zapatazo.
Las madres llamando a sus cachorros.
Los Magníficos comienzan,
el juego que termina y en lo mejor.
Y yo, que no tenía televisor,
me quedo con las ganas de lo uno y de lo otro.
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Nostalgia
He olvidado el dulce sabor de una arropilla.
El de las guanábanas robadas en el patio del vecino.
Tampoco recuerdo cómo metían el arcoíris
dentro de una bolitauñita.
O cómo el cachaco Benjamín conseguía
los brazos de reinas rellenitos de azúcar.
No me acuerdo por qué mi trompo se empeñaba
siempre en bailar de cabeza.
O de las alas averiadas de la cometa
que cabeceaban entre las nubes.
Mucho menos de las tardes en el arroyo
atrapando renacuajos.
He olvidado poco a poco todas esas cosas
por el afán de ser grande.
Ahora que lo soy,
estoy seguro de que no tengo tanta prisa.
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El círculo
Javier era el orgullo de la cuadra
y el consentido de la familia.
Javier, el flaco de la once, era el mejor de su clase,
la universidad le tramitaba una beca
para el extranjero.
Al flaco le mataron al hermano.
Ahora Javier es implacable, astuto y silencioso.
Al otrora muchacho de la universidad
lo llaman “la Araña”.
Entre motocicletas y autos polarizados
viaja una vieja promesa
levantando el polvo que se mezcla entre sus muertos.
Una luna roja le acompaña siempre
y en su pretina la muerte baila a su antojo.
Javier era el consentido de la familia,
el orgullo del barrio.
Javier también cayó en la trampa.
Si no lo creen, pregúntele a su revólver.
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Farides Lugo Zuleta: Carlos, el afuera y el adentro… ¿son ya la distopía que veíamos lejana?
Carlos Polo: Yo creo que la distopía ya está aquí. Algunos visionarios como Orwell y Huxley nos la venían anunciando desde hace varias décadas, y definitivamente creo que nos dormimos. En este momento hay una especie de dictadura soft en la que «nosotros» estamos convertidos en una suerte de títeres y de ratas con los que «ellos» hacen lo que se les da la gana. Yo creo que hay que intentar escapar y buscar otras posibilidades. Desconectar, desconectarse e intentar volver a lo básico, a lo que somos, al adentro, a las cosas sencillas, a lo simple. Y dejar de exhibirnos en esta suerte de vitrina, en esta vidriería de las vanidades. Yo he estado buscando la manera de escapar, aunque creo que sigo en la trampa… creo que sigo entrampao’.
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