Barranquilla 2132: ¡Cuánta palabra inútil!

Farides Lugo

El río la dividía en dos fracciones, como un cinturón de plata y en sus márgenes crecían edificaciones. Por debajo del aerostato inverosímil circulaba el intenso tráfico aéreo de la ciudad en perpetuo movimiento.
José Antonio Osorio Lizarazo

Datos editoriales

Hace 89 años en Barranquilla había una litografía llamada Tipografía Delgado. Probablemente una mañana hace casi nueve décadas echaron a andar la imprenta, acomodaron papeles, pulieron bordes con guillotina y sacaron a la luz pública una novela de José Antonio Osorio Lizarazo: Barranquilla 2132. Su primera edición lució una portada en mosaico rojo, con seguridad, muy moderna para la época. ¿Cuántos lectores barranquilleros se habrán tropezado con este librito? Pienso con frustración en cómo me hubiese encantado conocerlo dentro de mi plan lector de bachillerato, junto a obras como Viaje al centro de la tierra o La isla del tesoro. ¿Habría creado en mí otra concepción de ciudad? ¿Una en la que también son posibles las aventuras universales que bien podría leer otra joven al otro lado del mundo?

Esta novela publicada desde el Caribe debió esperar 79 años para aparecer ante los lectores en una segunda edición. Esta vez sería desde Bogotá gracias al olfato editorial de una empresa independiente y de una trayectoria asombrosa como lo es Laguna Libros con su Colección Laguna Clásica. Sin duda, los editores debieron encontrar algo muy valioso en ella para arriesgarse a revivir esta obra casi ocho décadas después sin un autor para el lanzamiento, sin familia o amigos de círculo cercano que garanticen un mínimo de compra del tiraje. Barranquilla 2132 es una joya cuyo brillo se expresa por sí mismo. A pesar de su evidente resplandor, presentaré varios de los aspectos que me sorprendieron al recorrer sus páginas y que confirman el éxito de este rescate que ya va por una cuarta edición en 2018 con portada en grises y estampado dorado de lujo. 

A la izquierda: Portada de la cuarta edición de la novela, publicada por la editorial independiente Laguna Libros. A la derecha: Fotografía del escritor José A. Osorio Lizarazo.

¿De qué va la cosa?

Barranquilla 2132 puede ser considerada una novela futurista con tintes distópicos,  para aquellos que prefieren la clasificación textual genérica antes de entrar en materia. Su trama gira alrededor de Juan Francisco Rogers, un científico de principios del siglo XX, quien se las ingenia para conservar su cuerpo hasta que dos siglos después este es encontrado y traído de nuevo a la vida por el doctor Var, con cubrimiento especial del periodista J. Gu. En adelante, el argumento encuentra la excusa perfecta para que J. Gu presente y explique a Rogers todo lo novedoso y diferente del futuro; a su vez, Rogers le explica al periodista cómo eran en realidad las cosas hacia 1932, pues no todo queda consignado en la historia narrada por los libros. En esta dinámica, la novela se desarrolla en un ir y venir de descripciones y explicaciones sobre el pasado (presente del autor) y el futuro que podrían tornar la obra un tanto monótona si no fuese por la aventura, con villano incluido, que ese par de personajes tendrán que enfrentar y resolver. El autor supo encontrar el medio exacto para no aburrir al lector con intentos de explicaciones científicas y análisis de ambas sociedades y sus transformaciones, al usar el recurso del misterio por resolver que se dilata hasta el final de la historia, cuando ya el narrador y los personajes nos han brindado un recorrido completo por la radiografía social. 

Por tradición, la ciencia ficción ha escudriñado el corazón humano y nos ha mostrado, casi que proféticamente, en qué podemos ser mejores y en qué, definitivamente, siempre podemos llegar un paso más allá de lo innombrable. Es un género que ha permitido hacer proyecciones insospechadas desde la ruindad y la grandeza que coexisten por igual en la humanidad. Obras como Nosotros de Yevgueni Zamiatin o 1984 de George Orwell son clásicos de la distopía en los que reina un elemento común: hay un sistema abusivo y controlador que quiere a las personas obedientes y homogéneas, pero siempre habrá individuos que se le rebelen. El caso de José Antonio Osorio Lizarazo es bastante inquietante porque sus proyecciones son muy acertadas. Para su protagonista, en el futuro la “degeneración humana” es notoria y, sin embargo, no hay un Big Brother manipulando y observando; la “decadencia de valores” se muestra como el orden evolutivo natural sin ninguna manipulación externa, conspiración o intereses particulares de una élite que quiera conservar privilegios; no existe un solo personaje del futuro que desencaje o cuestione. Esto último, a mi parecer, hace a la obra dramática y perturbadora, pues todo el potencial crítico se concentra en Rogers, el hombre del pasado, arcaico y anacrónico en su nueva realidad futurista, absolutamente incomprendido por una sociedad que no le encuentra sentido al más mínimo gesto de empatía. Todo esto debemos digerirlo sin ningún personaje que sea la excepción, que haga de héroe, que incomode a la homogeneidad y nos dé algo de satisfacción como lectores, más allá del silencio indiferente y sofisticado del siglo XXII.

¡Cuánta palabra inútil!

Esta frase, que se repite varias veces en la novela, fue una provocación constante de reflexiones en torno a la palabra, al esfuerzo continuo del acto comunicativo para llegar al otro, expresarnos, conectar, agradar. “¡Cuánta palabra inútil!” fue la respuesta que Rogers recibió como una cruel bofetada de los personajes del futuro ante su desespero por asimilar y comprender la nueva realidad que estaba enfrentando. Es una frase lapidaria que desarma e invalida el uso de un lenguaje generoso en contraposición a palabras rápidas, frases cortas, útiles, claras y distintas como lo metálico de una bala que era lo esperado y aceptado en el futuro (economía extrema del lenguaje). 

“¡Cuánta palabra inútil!” resume la distancia absoluta entre el pasado y el futuro en Barranquilla 2132. En el futuro creado por Osorio Lizarazo todo ha tendido de forma radical a la simplicidad, incluso los nombres (por eso J. Gu, doctor Var, etc.). El lenguaje, los gestos, los interrogantes propios de los humanos se han reducido a la mínima expresión permitida por la funcionalidad. Entonces, toda la sorpresa, incredulidad y preguntas de Rogers al despertar en el futuro chocan con esta hermética barrera de lo práctico, que anula la emotividad, y la indiferencia frente a cualquier asunto que no pase el filtro de los intereses y necesidades particulares

Rogers esperaba otra bienvenida en el futuro, creyó firmemente que su hazaña sería valorada y que al despertar en otra época se convertiría al instante en la persona viva más importante de la Historia; nunca dudó de ello ni proyectó una sociedad en la que los acontecimientos fuesen evaluados y clasificados desde otra perspectiva que no fuese el asombro y la curiosidad. Como típico hombre de los primeros años del siglo XX, creía ciegamente en el progreso, en la evolución ininterrumpida de la humanidad, su tecnología y sus valores. No contaba con que el desarrollo tecnológico no se traduce de manera automática en mejor calidad de vida para todos ni en elevación de los valores morales. Según la obra, en el año 2000 ocurre una crisis apocalíptica, una depresión sin igual en un mundo automatizado que ya no brinda el suficiente trabajo y poder adquisitivo a los humanos. Roger comprobó por encima de su incredulidad que:

La civilización no es indefinida (…) Se llega a un punto que no es posible sobrepasar. Hay, entonces, un estancamiento, un retroceso para intentar la conquista de nuevas vías. Pero esas vías están también obstruidas en cualquier sitio. Se aprovechan una o dos fuerzas nuevas. Se convierten en movimiento, en aplicación industrial. De pronto, son insuficientes, absurdas, equivocadas. Todas las teorías se desvanecen. Otra vez hay que volver a empezar. (p. 44)

Después de ese hundimiento, vendría una nueva era regida por personas frías, indiferentes, de pocas palabras, ensimismadas en sus ocupaciones. El arte se volvería lineal, geométrico. Las relaciones sociales se debilitarían y, algo que marca mucho a nuestro protagonista, es que en el futuro el comer ya no sería una ocasión para compartir y celebrar. El acto de ingerir alimentos se entendería como la primera fase digestiva, lo cual irremediablemente lleva a un desenlace sucio, maloliente y, por tanto, es algo para hacer en privado. Comer se hacía en solitario igual que ir al baño a descargar. J. Gu explica a Rogers con toda naturalidad:

Ahora no se puede comer en público. Comprenderá usted que comer es el principio de la digestión y usted sabe cuán grosera y repugnante es la digestión. No es posible ofrecer la perspectiva de una digestión a las personas que nos rodean. Es preciso hacerlo en silencio, en un recogimiento íntimo, como se hacen todas las cosas sucias. Hay comederos reservados en algunos sitios, pero no es de buen gusto penetrar en ellos. (p. 33)

Aunque Osorio Lizarazo no pudo sospechar cómo cambiaría el mundo con la invención de Internet, fue visionario al presentarnos un futuro hiperconectado gracias a la tecnología. Las distancias globales ya no eran tan abismales y, ¡vaya profeta!, los diarios estarían al tanto de las últimas noticias por un sistema especial que permitía a los reporteros enviar información desde la distancia. De esta manera, los periódicos se actualizarían varias veces en un día; tenían diferentes ediciones en menos de 24 horas y, por supuesto, entre tanto dato y novedad, iría creciendo la indiferencia de las personas ante tanta masa incontrolable de acontecimientos. ¿Les suena familiar? Es decir, este señor escritor, sin conocer o sospechar lo que se vendría para el mundo con Internet, supo entender cómo nos iríamos enfriando en emociones al estar constantemente expuestos a un exceso de realidad mediatizada: “Las múltiples actividades de la vida impedían que la curiosidad se prolongara por largo tiempo” (p. 12). 

Y es tanta la fatiga mental de este futuro globalizado que incluso el milagro de un hombre venido del pasado queda archivado como una curiosidad más. Lo que para nosotros sería una gran noticia, un hecho científico sin precedentes, para esta sociedad apática se relega a una frivolidad sin mayor trascendencia. En Rogers también irá creciendo la absoluta indiferencia por el futuro: tanta novedad lo terminará cansando y, al final, se reconoce como un fenómeno:

Era un objeto experimental y no se le consideraba como un hombre. Se había asimilado a un artefacto de museo, a un fenómeno, a un ser estrafalario y absurdo, que solo representaba una época desaparecida, sin que su esencia individual significase nada. No era un hombre: era un objeto. (p. 52)

Se trata de un hombre sin raíces, alguien que se atrevió a violar las leyes de la naturaleza. En el futuro, al igual que la criatura de Frankenstein, se encontrará irremediablemente solo. Rogers se ha transformado en un anacronismo viviente, sin familia ni amigos, sin nadie que en realidad se preocupe por él. Sus días están contados, el despertar artificialmente doscientos años después tiene consecuencias inaplazables sobre su salud, por ello no tendrá tiempo en el año 2132 para construir nuevas relaciones cercanas: doctor Var seguirá ocupado en sus investigaciones y J. Gu se olvidará por completo de Rogers apenas haya terminado su texto sobre la vida íntima de los individuos de principios del siglo XX y se enganche en una próxima historia que le asegure fama y trabajo. Así, lo que Rogers pensó sería su gran aventura, el suceso histórico más importante para la humanidad, termina siendo un fracaso colosal e inútil. En cambio, lo que descubre con su experimento es el vacío subyacente a una sociedad futura en la que ya no hay capacidad de asombro ni empatía:

La capacidad admirativa había desaparecido: nada producía sorpresa, nada despertaba un verdadero interés, dominaba una apatía desconsoladora por todo lo que no fuera el más brutal de los egoísmos (…) La pausada atención de una gente que se había habituado a enterarse de todo sin grandes inquietudes ni esfuerzos. (pp. 78-79)

Rogers detuvo su vida por dos siglos para viajar en el tiempo. Sin embargo, padecerá el congelamiento al que se sometió por voluntad propia. No contó con que despertaría en un futuro para el que no estaría preparado emocionalmente, jamás previó que la humanidad podía seguir una ruta distinta a la del asombro positivista que prometía la elevación tecnológica y moral. Al despertar en una realidad que no correspondía a sus expectativas y visión de mundo, su existencia, de inmediato, se torna monstruosa e incómoda al no formar parte del devenir histórico.

A todas estas… ¿y las mujeres qué?

Rogers es un personaje curioso, consciente y sensible. Y si es terrible para él descubrir que en 2132 se come en privado igual que ir al baño, también le será traumático constatar que en el futuro se logrará la igualdad de género a un precio muy alto: la masculinización de la mujer.

Barranquilla 2132 nos presenta un mundo netamente masculino. Todos los personajes centrales o secundarios son hombres. No hay una sola mujer que hable, que exprese algo, que tenga voz. Ni siquiera se menciona a una mujer por su nombre propio. A las mujeres se les designa por manada, solo se abordan como colectividad para ubicarlas en una terrible encrucijada. Nuestro protagonista reconoce en distintas ocasiones que la condición femenina en el siglo XX era deplorable, que la mujer estaba sometida al marido proveedor y relegada injustamente al plano doméstico. Sin embargo, doscientos años después la mujer logra salir de su cárcel doméstica al mundo público, en igualdad de condiciones al hombre, pero perdiendo su “naturaleza femenina”, o lo que para el protagonista era “lo femenino”. Entonces, tenemos a unos seres andróginos de formas alargadas, rectas, “sin gracia”, cabello corto, liberadas sexualmente, pero grotescas a los ojos de Rogers porque están lejos del ideal arquetípico de la tradición occidental. Y justo allí radica la contradicción de roles genéricos de la novela: la mujer es el ideal heteronormativo y la musa para el mundo masculino o se masculiniza para alcanzar la igualdad de género; no hay un punto intermedio, no se vislumbra un camino posible, transitable, para que la mujer sea lo que ella desee sin caer en extremos engañosos:      

Se habían masculinizado lamentablemente y ahora las curvas floridas de otros tiempos se habían endurecido hacia el ángulo, los músculos eran compactos y se marcaban con precisión y el pecho, liso, apenas permitía apreciar vestigios del más seductor distintivo de las hembras: repugnantes vestigios sin gracia ni armonía. (p. 124)

¡Qué interesante hubiese sido leer algunos diálogos de estas mujeres del futuro en la obra de Osorio Lizarazo! ¡Es una lástima que en esta narrativa no haya espacio para sus voces! Sin embargo, rescato y resalto el hecho de que el autor, un hombre de principios del siglo XX, haya sido capaz de percibir que el papel de reproductoras y amas de casa se quedaba corto para nosotras. Por lo menos reconocerlo en esa época es un punto a favor. J. Gu sintetiza la condición de la mujer del pasado así:

La mujer permanecía encerrada en el hogar. Pero no era el tributo del hombre lo que recibía. Era su dominación lo que soportaba. La mujer estaba como uno de los muebles, esperando la hora de prestar servicio. El hombre le retribuía con la alimentación, con el vestido, con joyas, unos servicios tanto más indignos cuanto más inconfesables. El hombre era el amo, porque nutría su cuerpo y era el más fuerte y lucía su estúpida musculatura de caballo. No era amor, sino egoísmo lo que impulsaba a los hombres. (p. 38)

En cambio, para el mismo personaje, la mujer del futuro:

Se ha dignificado, sustrayéndose a las groseras codicias de los hombres. Dejando de ser el amor el sentimiento esencial, descendiendo a su justo lugar rudimentario, ahora la mujer comparte las inquietudes, las aspiraciones, los trabajos mismos del hombre. (p. 37)

Rogers no sabrá cómo interactuar con estas mujeres del futuro, cómo coquetearles, cómo decirles piropos en la calle, cómo mirar imprudente sus formas ocultas en los lugares públicos, cómo abordarlas. Por esto se lamentará hasta el final de la novela y se sabrá un hombre condenado a la soledad absoluta en su nueva realidad:

Ahora no podía practicarse ni aquella trivialidad gozosa del flirt y las mujeres hablaban a los hombres de una filosofía absurda, de ciencias, de viajes, pero no de amor. El mundo se había deformado estúpidamente. La transformación de la capacidad sentimental del hombre se había encaminado hacia la anulación total. Se había fundado una nueva moral, en la que el delito máximo era comer en público y dentro de la cual se había eliminado todo lo que embellecía la vida con la satisfacción de los sentidos. (pp. 124-5)

Se nota cómo la visión de Rogers sobre la condición subalterna de las mujeres que le fueron contemporáneas es muy crítica. Él reconocía que a la mujer se le negaba el espacio público y se le relegaba a lo meramente doméstico y reproductivo. También es curioso analizar cómo para él era mucho más fácil relacionarse con ese tipo de mujer, minimizada y depositaria del erotismo que solo podía emanar activamente del hombre. Cuando la obra propone un futuro para las mujeres no es capaz de presentarlas, o imaginarlas, al mismo nivel de los hombres sin que haya una castración, una pérdida, una distorsión de la realidad, a tal punto que para ser “mujeres liberadas” deberán renunciar primero a “ser femeninas”. Por mi parte, considero que es mejor que las mujeres piensen, sueñen y escriban su propia versión del futuro.

Una ciudad bordeada por un río y cerca del mar

Fue emocionante el ejercicio de leer a Barranquilla dentro de una ficción que la presenta universal, entendible para cualquier lector de cualquier rincón del mundo. Sin exotismos, sin costumbrismos, pero guardando algunas postales que la conserven en su identidad como, por ejemplo, las miradas aéreas en las que se nos describe la topografía de la ciudad acompañada siempre por su río, por las “aguas obscuras del Magdalena” (p. 7). 

La Barranquilla del malecón: “Se habían hecho paseos para peatones y, en las horas nocturnas, una multitud mesurada y silenciosa aparecía sobre el pulido pavimento y proyectaba sus sombras sobre el lecho móvil del río” (p. 57). 

La Barranquilla industrial —ahora en extremo silenciosa— que le apostó todo al comercio a través del río sin proyectar que otros medios de transporte más prácticos volverían casi obsoletos sus puertos. Sin embargo, ¡cuánto nos define esa proximidad al río!, tanto en 1932 como en 2021 o en 2132.

Solo el río permanece igual (…) Los hombres procuraron también deformarlo, adecuarlo a su estúpida concepción de todas las cosas. Pero el intento fue superficial, no llegó al fondo. Se decoraron las orillas, se construyeron graciosos límites a la corriente, se utilizaron las aguas para la intensificación del comercio. Pero el agua, el espíritu del río, su categoría, sus características especiales, están ahí, incólumes, invioladas. El agua móvil ha resistido el empuje destructor de la civilización. (p. 128)

El espíritu del río que permanece igual es un reflejo del espíritu de Rogers. Ambos están en el futuro, aunque su fluir viene de otro tiempo, de un pasado lejano. Rogers ve al mismo río dos siglos después atravesando a Barranquilla e irrigando su esencia de ciudad. Es una metáfora hermosa que conmueve y despierta el deseo de leerse y reconocerse en una narrativa que se preocupa por relatarnos y por sondar lo profundo de nuestra condición humana. Vuelvo a la Tipografía Delgado de la primera mitad del siglo XX, a las máquinas que materializaron este libro en su primera edición; me cuestionan todas las décadas que tuvieron que pasar para la reedición que ya no tendría a Barranquilla como sede. ¿Por qué? ¿Será que tenemos algo de esa indiferencia futurista hacia los pequeños milagros literarios surgidos desde esta ciudad? Yo espero que se sigan haciendo este tipo de rescates, que nunca nos parezca inútil la palabra, y que nos continúe intrigando qué otros libros de este valor estético se han publicado en Barranquilla y se han perdido en el tiempo.

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