el crítico literario el escritor anfitrión

A. Juliana Enciso

Fotografía  de Wallace Chuck.

Mi terror desde la infancia fue el crítico. Su imagen arquetípica de psicoanalista freudiano con anteojos de carey, pipa, barba y su chaqueta en tweed, me causaba tanta aprensión como las monjas españolas viejas y las arañas peludas. Mi fobia empezó como a eso de mis ocho años. Acababa de leer con mis padres La Ilíada y La Odisea en una edición ilustrada para niños. Era el libro más hermoso del mundo: alguien se había tomado el trabajo de transcribir las aventuras de Ulises y la belleza de Calipso. Mamá acababa de terminar el Amor en los tiempos del cólera, convencida de que todas las mujeres de su estirpe eran como Fermina Daza. Sin embargo, la felicidad es efímera y en la mitad del sancocho del domingo, mi papá comentó que García Márquez no siempre fue tan celebrado, en particular en Bogotá. Años antes de que se ganara el Nobel, un reconocido crítico aseveró que la exageración, la vulgaridad, los disparates de ese costeño no lo llevarían a ninguna parte en la literatura nacional e internacional. Sentí una ira infinita contra ese comentario que amenazaba nuestra felicidad de domingo. Me decía, con la cara roja y casi atragantada con la yuca por el malgenio: “¡Cómo alguien podía ser tan mezquino para destruir una buena historia con juicios tan crueles, y cómo lo relataba mi papá, sin ningún tipo de empatía frente al esfuerzo del escritor!”.

En mi adolescencia abracé el credo decimonónico contra la casta de los críticos; me uní al desprecio colombiano por la disposición reflexiva y crítica frente a las obras literarias de otros que, como sabiamente lo señala Ariel Castillo, ha sido uno de nuestros rasgos regionales y nacionales. Me rebelé contra la posibilidad de volverme uno tal como mi padre me lo había pregonado: “Seres oscuros y mediocres que, a falta de talento y coraje, optaban por una escritura tibia y arrogante, cimentada en juicios de valor movidos por el amor o el odio visceral hacia los artistas y escritores de los que se ocupaban sus escritos”. Sin embargo, a la vuelta de los años, me he visto obligada a retractarme: cuando pensamos en la literatura como un conjunto, su escritura, su escucha, sí que son necesarias.

Detrás de cada libro que leo está el susurro, la sugerencia de un amigo o quizá la de alguien que alguna vez conocí. Los lectores siempre dejamos pistas en los oídos de los otros sobre los libros que hemos amado o han dejado cicatrices, como oraciones con las que resumimos una temporada de nuestra vida. Sin ellos y su escritura volcada hacia los otros escritores sería imposible hablar de la literatura, entendida como el tejido de resonancias que hacen eco, marcan nuestro carácter como escritores y lectores. Ese susurro sería la primera cimiente de la crítica. El crítico es ese amigo que habla al oído, pero con un panorama mucho más amplio de la constelación de la que hace parte ese libro recomendado: la consciencia de una manera de vivir, de pensar, la estética; los diálogos entablados por ese autor recomendado con sus influencias, su época y la geografía desde donde crea.

Los críticos, y pienso aquí en Italo Calvino y su teoría de la literatura como un arte combinatorio, son nuestros lectores de Tarot en el territorio casi infinito y apabullante de los libros. El universo de las cartas, sus arquetipos y sus interpretaciones es siempre vasto y ambivalente, según el autor italiano. Lo que para un tarotista en una tirada puede ser leído como el descontrol, un riesgo al que se expone el consultante, para otro es una oportunidad de éxito que no puede ser desaprovechada según el consejo de las cartas. Riesgo u oportunidad, lo que es cierto es que un buen lector de Tarot será acertado si su interpretación tiene sentido y da respuestas a las inquietudes del consultante. No importa si esa interpretación habla de lo externo, o apela al saber más instintivo de quien busca consejo en ese momento particular de su vida. Los críticos buenos son aquellos capaces de interpretar la intemperie de los signos de los libros y conectarse en su escritura con las coordenadas afectivas, culturales y de pensamiento de la comunidad a la que pertenece. Cuando un crítico escribe sobre un libro lo que está creando es un camino entre el lector y un grupo de libros. El crítico no solo valora o recomienda desde sus pasiones viscerales las obras sobre las que escribe o habla. Con su habilidad para escuchar y escribir sobre esas voces interpreta también a partir de las certezas y dudas del colectivo al que pertenece. Es una suerte de anotador de las voces de los otros escritores a partir de su emoción y sentimiento como el ideal del poeta y el crítico en el periodo clásico chino. Es el escritor que, como diría Eve Kosofsky Sedgwick, rastrea los itinerarios del deseo que nos conducen al trabajo de aquellos que plasman con su lenguaje (y sus silencios) lo que para nosotros era indecible, aunque ya habitaba como una presencia intranquila en nuestras mentes.

Un crítico no es un publicista o un vendedor de libros a domicilio. Es un lector deseoso de conectarse con otros lectores. Algunos optan por la teoría para comunicarse con otros tímidos, que han elegido ese filtro para explorar los libros. Otros se hacen profesores de literatura, para contarles a sus colegas y estudiantes sobre sus pasiones. De esos consumidos por la pasión de los libros hay unos que nunca terminan el pregrado y viven para comprar más libros y conversar con otros amantes de los libros; quieren sentir, ya sea frente a una ventana de Zoom o alrededor de unas cervezas, que no están solos porque comparten el goce por un fragmento, un autor desmenuzado en voz alta con otros como ellos. El crítico en este territorio de los lectores consumados no es un “parásito frustrado”. Es el lector que se ha volcado a la escritura de sus reflexiones y diálogos con los libros como una forma de vida.

A diferencia de la imagen de mi infancia, en mi adultez he comenzado a contemplar al crítico como otro tipo de creador. Es un escritor cuyos personajes son los libros y las ideas que quiere compartir con otros lectores. Pienso en Octavio Paz cuando escribe sobre José Juan Tablada en Las peras del olmo. Escribe con su pasión sobre cómo Tablada absorbe el haikú japonés y lo hace tan mexicano hasta que esta forma poética se convierte en el aporte nacional a las vanguardias latinoamericanas. Pienso también en la edición de Ezra Pound del ensayo de Ernest Fenollosa: El ideograma chino como un medio de la poesía. El ensayo es tan bello, que aún hoy se debate la naturaleza crítica o artística de esta pieza. Y me quedo corta si quisiera hablar sobre los textos de Virginia Woolf y la neoyorquina Edith Wharton sobre Marcel Proust. Después de leer estos gigantes es imposible decir que la buena crítica es una labor de fracasados. Quizá su diferencia como género literario radica en su humildad y atención. Para ser un buen crítico hay que dejarse a uno mismo atrás para escuchar y leer atentamente al otro escritor.

Los mejores ensayos críticos literarios son aquellos que hablan y dejan hablar al texto o al autor con el que conversan. En mi época de resistencia a los críticos y cabeza rapada con nodrizas en las orejas, tuve dos coincidencias maravillosas gracias a mis profesores de pregrado en la Nacional: la lectura de Carlos Monsiváis y Maurice Blanchot en el mismo semestre. Ese fue el momento que me quebró en pedacitos el mito del crítico y me abrió la puerta a la posibilidad del ensayista. De los dos aprendí que hay escritores de no ficción que, sin clasificar y hacer taxonomías de los libros como cadáveres, dialogan con ellos, escriben sobre su experiencia de recepción del texto y los ponen en contexto con el momento histórico, geopolítico y cultural donde son escritos, publicados y comentados. Puede ser con la mirada profunda y crítica del humor como es el caso de Monsiváis. En otras ocasiones, el estilo y el filtro de interpretación orientados hacia la introspección de la filosofía y la poesía como en Blanchot. 

En un buen texto crítico hay cajas de aire para que el texto con el que se habla tenga un espacio para decir lo suyo. No obliga a su objeto de reflexión a repetir su teoría o su doctrina. El texto invitado habla con su voz y es precisamente con esta voz con la que el crítico conversa y hace sus interpretaciones a partir de sus filtros de lectura. Un buen ensayo crítico sobre literatura debería ser para el lector una buena tarde de conversación entre amigos respecto a un autor o un libro que duerme con nosotros en la mesita de noche. Un crítico tiene que ser un muy buen conversador. Un lector que ha desarrollado en su escritura el don de la escucha y la interpretación. Los grandes ensayistas críticos literarios tienen esa habilidad. El arte de su escritura radica en leer entre líneas y tejer en sus escritos sus opiniones con las voces con las que están conversando. Ser un buen crítico literario implica aprender a dar toda la luz al texto que se está analizando o presentando. Es una escritura, un habla pública donde el escritor se reconoce parte de un sistema enorme de textos e influencias de las que intenta dar cuenta en su reflexión mientras habla de un autor o una pieza creativa.

Sin ellos y su escritura concentrada en pensar a los otros escritores sería imposible hablar de la literatura, entendida como el tejido de resonancias y al que pertenecemos como lectores. Tal como afirmó el crítico barranquillero Carlos J. María: “[…]Autor y lector se dan la mano. La crítica es tan necesaria como la obra de arte. Y no hay por qué escandalizarse. La existencia del libro presupone el lector quien realiza la potencialidad comunicativa de la obra de arte. Si no hay ningún lector el libro queda como pura potencia, como pura virtualidad […]”[1]. Sin escritores que expresen las potencialidades comunicativas de los libros, es imposible pensar en el canon, o al menos en las influencias a las que pertenecemos como miembros de un nicho espiritual o creativo. Desde la perspectiva de la historia literaria y la formación del tejido de las literaturas, locales, nacionales, globales y transnacionales, el crítico es como Aracne: maldito por muchos es

el tejedor de la red que años después los investigadores llamarán campo, canon, corpus. Es, como diría Octavio Paz, el creador de la literatura como un espacio de relaciones, afinidades y oposiciones. Desde esa perspectiva, podemos hablar, por ejemplo, del papel fundacional del grupo de Barranquilla porque, así como existieron García Márquez, Marvel Moreno, Álvaro Cepeda Samudio, hubo un grupo de testigos, escritores anfitriones que se dieron a la labor de escribir sobre sus contemporáneos y dejar registro sobre la tarea colosal de sus trabajos pioneros[2]. El otoño del patriarca, En diciembre llegaban las brisas, La casa grande, hacen parte de la literatura colombiana como eventos porque alguien las leyó, reflexionó sobre su importancia y las integró como una hebra al tejido del canon y las influencias. En otras ocasiones, hay que esperar para recordar las voces de esos escritores visionarios que, por la falta de divulgación de la crítica en su momento, se volvieron exógenos, ajenos, aunque sus obras son excepcionales y nos dicen en la cara verdades de nuestro entorno que a veces la audiencia contemporánea se niega a reconocer o a leer. Pienso en una escritora borrada injustamente de ese canon nacional como lo es Fanny Buitrago o el caso de la prolífica intelectual y escritora bumanguesa Elisa Mujica, poco reflexionada en décadas por la crítica oficial.

Los libros son como los muertos: solo existen si los recordamos y nombramos. En ese caso, el crítico es el escriba que deja inscripciones en el ahora para no dejar morir a los que serán los ancestros de la tribu. Viéndolo desde este ángulo no es un villano. Es una figura muy necesaria para entender y crear lo que concebimos como la literatura; para comprender qué se ha escrito y desde esa perspectiva crear nuevos horizontes a partir del oficio creativo e intelectual. Nada nuevo se puede crear cuando no se conoce la tradición, tampoco cuando somos ignorantes, sordos al diálogo con nuestros contemporáneos a nivel local, nacional y global. La escritura crítica, el ensayo crítico literario facilitan esos espacios para conversar con las influencias y los demás contactos en el gremio. Lejos de ser un gusano despreciable, el crítico literario es un anfitrión. Es el escritor que nos invita a dialogar en su texto con los otros escritores y el universo de las influencias con una perspectiva clara sobre desde dónde y cómo lo estamos haciendo.

[1] “Viva la crítica”, Suplemento del Caribe, 29 de Julio de 1973, p.7.

[2] Pienso en los críticos literarios del 60 al 80 cruciales en la divulgación y reflexión posterior del trabajo de estos autores: Jacques Gilard, Ángel Rama, Carlos J. María, Hernando Téllez, Ramón Illán Bacca, entre otros.

 

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Este ensayo se realizó gracias a la Beca de Crítica Cultural y Creativa 2020, ofrecida por el Ministerio de Cultura (Colombia). Aluvión fue uno de los proyectos ganadores de la mencionada beca.

 

Esta entrada tiene un comentario

  1. Maitalea Fe

    Una reflexión muy acertada, con analogías fáciles de entender. Discuto el lugar del ensayo literario como obra de arte pero es cierto que algunos dan cuenta de una mente altamente creativa.
    Gracias por esta nota, Juliana.

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